La pérdida del yo

Hace unas semanas ya hice una referencia en un artículo anterior sobre como la OMS estima que para el 2020 la depresión será la causa número uno de enfermedad en el mundo desarrollado. Pero para abordar un tema tan complicado como el de la depresión, creo fundamental establecer diferencias entre lo que es normal y lo que es patológico en cuanto al estado de ánimo se refiere.

Lo importante es recordar que como humanos estamos habitados por toda clase de sentimientos, y los sentimientos no son ni buenos ni malos, simplemente emergen y somos nosotros quienes los clasificamos. Ante una situación de duelo, de ruptura o de crisis como la que estamos viviendo, lo loco o lo patológico sería estar alegre o mantener una actitud positiva cuando lo que la realidad devuelve es que hay motivos más que de sobra para el dolor y la desilusión. Estas circunstancias pueden llevar a una depresión exógena (por causas externas) y su resolución pasará por modificar la situación que la ha provocado. De poco sirve la medicación o achacar el problema a una disposición interna del sujeto, si lo que ocurre es que el individuo está en paro, riesgo de desahucio o no tiene para mantener a su familia. El trabajo del profesional con el sujeto consistirá en acompañarle y sostenerle en lo que dure ese trance, valorando desde el lado del sujeto que es lo que él puede realmente hacer para mejorar su situación.

Por otro lado la depresión endógena (debida a causas internas) se caracteriza sobre todo por una sensación de tristeza abrumadora, culpa, autoreproches, una imagen desvalorizada del yo y toda una serie de síntomas que pueden variar de un paciente a otro como pérdida de apetito o insomnio. Pero nunca estos sentimientos y síntomas están justificados, al menos del todo, por la realidad que rodea al paciente. Cuando este cuadro se presenta, una intervención lo antes posible se hace necesaria para evitar la caída en el vacío ya que la tristeza y el dolor psíquicos son las últimas barreras antes de que se produzca el desligamiento total entre el sujeto y la vida. Cuando esto último ocurre, más que de depresión podemos hablar de lo que antiguamente se conocía como melancolía.

No hay palabras que capturen del todo el sentir de la melancolía, porque precisamente en eso consiste esta afección: la melancolía es una pérdida sin nombre, el sujeto no sabe lo que pierde porque en realidad se ha perdido a sí mismo. Allí donde la melancolía se instala todo queda arrasado, provocando el vaciamiento del ser. No queda nada, ni siquiera el consuelo del dolor o la tristeza. Quizás no podemos aprender del todo que supone la melancolía, pero propongo intentar sumergirnos en ella a través de la película del genial y polémico Lars Von Trier ‘Melancholia (2011)’, donde Kirsten Dunst como Justine y Charlotte Gainsbourg como Claire son las actrices elegidas/torturadas por este maquiavélico director para que lo den todo en sus interpretaciones de una melancólica y la hermana que la asiste.

Esta película se divide en un prólogo y dos actos, cada uno centrado en una de las hermanas. En el prólogo ya queda claro lo que va a ocurrir, la devastación de la Tierra y de toda la vida que alberga al colisionar con otro planeta que más adelante nos enteraremos que se llama Melancholia. Toda la película por lo tanto es sólo un recorrido hacia ese fin inevitable a través de los ojos de Justine y Claire, lo importante es como cada una vivencia el acercamiento de Melancholia.

En la primera parte de la película centrada en Justine, asistimos a ese punto sin retorno de desmoronamiento narcisista que siempre se produce antes de la aparición de una depresión o melancolía. Contrasta como ese derrumbamiento se produce a pesar de los esfuerzos de nuestra protagonista por aferrarse a la vida desesperadamente, y es que en verdad tiene motivos para intentarlo. Es una mujer joven, bella, exitosa, una novia que todo el mundo espera que esté radiante en día de su boda con un marido estupendo y guapísimo (¡Alexander Skarsgård nada menos!). Pero a veces lo que hay en el presente no es suficiente, basta con que los fantasmas del pasado se presenten para que todo se derrumbe. Y ahí aparece Melancholia.

La parte dedicada a Claire nos muestra cómo ésta acoge a una Justine en plena crisis en el seno de su familia mientras el planeta Melancholia se va aproximando a la Tierra. Aquí vemos como la presencia de la melancolía afecta a toda la familia. Puedes pretender que esa presencia no te influirá, que pasará de largo y no habrá secuelas. O puedes intuir más certeramente que tener cerca algo tan potente y mortífero inevitablemente acabará causando estragos en todos aquellos expuestos a su visión. Y eso es así porque el melancólico, al perderse, nos expone ante nuestras narices la verdad cruda y desnuda: realmente nada tiene sentido. Y ante la falta de sentido la muerte no se teme, retornar a la nada es el anhelo último.

Lo sorprendente de la propuesta de Lars Von Trier es como el más puro realismo en el seguimiento de los personajes se mezcla con un recurso ficticio propio de película catastrofista. Así logra trasmitir con una metáfora visual lo que las palabras no alcanzan a expresar, la devastación que se produce no ya sólo en el sujeto melancólico, sino en todo aquél que se encuentra a su alrededor.

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